Hay lugares que por más horribles que parezcan tienen una cualidad que te hace querer visitarlos. A mí me pasa con Corea del Norte. Es grisáceo y está regido por tiranos que basan su concepto de utopía en el stalinismo. Su difunto líder, Kim Jong-Il (un tipo horrible con gafas y traje verde), montó un aparato propagandístico que no te lo montan ni Goebbels. En el peninsular país se cree que Kim Jong inventó las hamburguesas, controla el clima y puede hacer de cuatro a cinco hoyos en uno en un partido de golf. El cabrón ya ha muerto, y lo más irónico es que ha sido en un tren, su método favorito de transporte (tenía un miedo irracional a volar, quizá por amenazas terroristas u otra tontería inexistente).
Mis motivos para querer visitar Corea del Norte son claros. Quiero conocer a su gente, palpar sus emociones, ideas, sentimientos. Están lobotomizados por el sistema, claro, pero eso no quita su lado humano. Los sentimientos son universales e inexorables en el ser humano, por más que se intente eliminarlos. Y es que la vida sin comunismo es muy bonita, y estos no lo saben. O quizá si. Me imagino a mí mismo entablando entrañables conversaciones con los transeúntes en las congestionadas veredas (sí, veredas, en Corea del Norte hay calles, más no carros) de la anacrónica ciudad capital de Pyongyang:
-Oiga, ¿y a usted qué le parece que en su país todos vistan de gris?-Es la moda, amigo.
-Tú, niño, ¿te gusta el fútbol?-¡Pues claro! Mí ídolo es Pelé. ¿Sabía usted que nuestro líder fue su mentor en esto del fútbol?-Vaya, no sabía.
-¿Por qué una chica tan linda como usted no sonríe?-Sonreír demuestra debilidad. Nuestro líder nos quiere fuertes para combatir al enemigo.-¿Qué enemigo?-El capitalismo, usted debería saberlo ya.
Con esto divago. Me gustaría explorar a las mujeres norcoreanas, reprimidas sexualmente por el régimen. Y es que las coreanas están buenas. Pero bueno, estas norcoreanas solo podrán tener sexo con tipos pálidos, pequeños, asiáticos. Y esto es muy triste.